Nueva historia de ficción de la escritora marplatense.
Por Enriqueta Barrio (*)
Se había desatado entre ambas inmobiliarias una batalla sorda y muda. Feroz.
El barrio era pequeño, y los avatares económicos de la Argentina dejaban al mercado inmobiliario paralizado por momentos. Momentos que muchas veces se hacían años, en los que el martillero debía seguir sosteniendo a la familia y llevando una vida medianamente digna, pero en los que no se vendía nada de nada.
Spallaro era un tano del sur que había recalado en estas costas de muy pequeño, a fines de la segunda guerra. Un gordo dispuesto a todo, que no fue más corrupto por la sencilla razón de que nadie se lo propuso, si no hubiera agarrado viaje como loco; se hubiera prendido en las peores componendas de haber encontrado con quién.
Pero mientras apareciese la oportunidad de pegar el batacazo, se dedicaba a los, como él les decía pomposamente, Bienes Raíces, que generalmente eran PH al fondo, con distribuciones traídas de los pelos y de dudosa seriedad arquitectónica.
Había aprendido a disfrazar un baño de minúsculas dimensiones convirtiéndolo en un toillette de visitas.
Tocaba las paredes manchadas de humedad con sus manos regordetas y le aseguraba al probable comprador: “Sequísima”, mientras se metía la mano empapada en el bolsillo para secársela con el pañuelo.
A todo le encontraba el “lado bueno” y así había engarzado a varios, que pasaban por la vereda de la inmobiliaria echándole dardos venenosos con la mirada.
Andretta era un tano del norte. “Otra cosa”, decía él con una media sonrisa sobradora. Ojos celestes y pelo crespito, peinado al agua, quedaba formando unas ondas apretadas.
Chamuyero como todo inmobiliario, apelaba sin embargo menos al verso y más a una falsa seriedad, que subrayaba con un escritorio imponente y un sillón de cuero lleno de autoridad, mientras a sus espaldas un planisferio antiguo lo hacía sentir un conquistador.
Ambos llegaban a sus negocios entrada la mañana, con los diarios locales bajo el brazo.
Se sentaban y mientras se tomaban un cafecito y fumaban, revisaban los avisos clasificados. Spallaro revisaba los de Andretta y Andretta los de Spallaro.
Y hacían jugadas de inteligencia que ni el Servicio Secreto hubiera planeado: la idea era que el otro no vendiera la propiedad de ninguna manera: ponerle trabas burocráticas haciendo desaparecer expedientes de Castastro en la Municipalidad; mantener conversaciones con los propietarios asegurándoles una mejor operación; y un sinfín de pequeños escollos que aturdían a los compradores, que se iban turbados y confundidos, pero seguros de no entregarle a ninguno de los dos ni un mísero dólar.
Una vez Andretta tenía en venta un PH al frente bastante lindo, con techo de tejas y, extrañamente, sin humedad ni filtraciones en los techos.
Spallaro conocía la propiedad porque ahí supo vivir un tío suyo un tiempo, y siempre le había tenido ganas. Cuando vio el cartel de Andretta anunciando la venta fue una estocada en la boca de su estómago. Encima quedaba casi enfrente de su inmobiliaria y debía verlo todos los días.
Pero eso no iba a quedar así. De ninguna manera.
Andretta, a propósito, se tomaba el trabajo de ir diariamente a ventilarlo, abriendo las ventanas mientras silbaba un tango. La luz entraba a raudales en la propiedad y cualquiera advertía que era una maravilla. Spallaro se moría de la vena y fraguaba todo tipo de artimañas para robarle la venta a Andretta.
Una noche, el gordo se animó y se subió por el pasillo del costado al techo del codiciado PH. Sentía cómo se partían las tejas con su peso y eso no le importaba. Al contrario, mientras más tejas se rompieran, mejor. La lluvia haría el resto del trabajo.
Bajó por la columna de material que sostenía al medidor de luz y casi se mata, se raspó todo y puteó de lo lindo, pero su misión estaba cumplida.
Así que con las lluvias de agosto, el salón principal quedó hecho un asco: una enorme mancha en el cielo raso hizo que se desprendiese el yeso y quedara el esqueleto desnudo y patético.
Andretta desistió de venderlo, era muy puntilloso con el estado de sus propiedades, y Spallaro se tiró sobre el PH como chancho a las papas.
Y podés creer que lo estaba mostrando a los primeros posibles compradores y fue a hacer la clásica demostración pasando la mano sobre la pared para demostrar que estaba “Sequísima” y una descarga eléctrica lo hizo atravesar el salón a la velocidad de un rayo y caer con toda su osamenta, muerto en el piso, mientras el olor a pelo quemado invadía la estancia.
Todo el barrio salió a la calle y las viejas lloraban cuando entre cinco sacaron la camilla tapada de pies a cabeza.
Veintitrés años estuvo el PH con el cartel de venta de Spallaro: se oxidó, quedó con un número de teléfono inexistente, lo llenaron de grafittis y de inscripciones obscenas, se torció…
Andretta nunca se enteró que fue el mismo Spallaro el que provocó de alguna manera su muerte, y cada vez que pasaba y veía el cartel, se agarraba huevo derecho con mano izquierda, convencido que todo era un tema de yeta.
Yeta la mía, pensaba, que ahora tengo que laburar.
(*) enriquetabarrio@gmail.com, en Facebook Enriqueta Barrio Escritora.